Fashion Revolution: el movimiento que cambió el rumbo de la moda

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El 23 de abril de 2013, numerosos trabajadores alertaron de la presencia de importantes grietas en el edificio Plaza Rana de Savar, en Bangladés. A pesar de las recomendaciones de las autoridades, los responsables de varias fábricas de ropa que operaban en su interior obligaron a los trabajadores a permanecer en el edificio y seguir trabajando.

Al día siguiente, poco antes de las nueve de la mañana, el edificio de ocho pisos se derrumbó acabando con la vida de 1134 personas e hiriendo a cerca de 2500. La noticia de que todas estas personas habían fallecido fabricando en condiciones precarias la ropa que poco después llegaría a nuestras tiendas dio la vuelta al mundo.

No se trataba de la primera vez que un taller textil sufría una catástrofe de este tipo, ni sería la última. Sin embargo, la magnitud del accidente y la reacción de la sociedad la hicieron diferente. La tragedia del Plaza Rana supuso un antes y un después en la percepción que el mundo tiene de la industria de la moda.

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Fotografía de Terri Bleeker

Hacia un sector de la moda más HUMANO

Una de las consecuencias directas del derrumbe del edificio de Savar fue la firma por parte de numerosas marcas que producían allí (la mayoría europeas, como por ejemplo Inditex, Mango y HM) de un acuerdo para mejorar las condiciones de seguridad de las fábricas de Bangladés. Por su parte, el gobierno del país aumentó el salario mínimo y legalizó los sindicatos.

Aun así, la situación de los trabajadores del textil sigue siendo precaria. Tal y como señalan Nazaret Castro y Laura Villadiego en su libro ‘Carro de combate: consumir es un acto político’, en 2018 Bangladés “situaba el salario mínimo en 95 dólares mensuales por jornadas interminables”. De acuerdo con las periodistas, en numerosos países los trabajadores de este sector (la mayoría, mujeres) trabajan 12 y 14 horas diarias con sueldos que no les ayudan a salir de la pobreza y apenas alcanzan para cubrir sus necesidades más básicas.

Otra de las grandes consecuencias de la tragedia del Plaza Rana fue el nacimiento (o quizá deberíamos decir el despertar) de Fashion Revolution. Un movimiento global de personas que piden un cambio real en la industria de la moda y mayor transparencia en las cadenas de creación y suministro. Personas que exigen saber cómo se fabrica, cómo se transporta y cómo se vende la ropa que llega a nuestros armarios.

En los últimos siete años, Fashion Revolution ha promovido un cambio cultural a través de la movilización ciudadana; un cambio industrial a partir de investigaciones y campañas de concienciación y un cambio político gracias a la combinación de todo lo anterior. Pasos importantes hacia eso que llamamos moda sostenible.

#WhoMadeMyClothes

De acuerdo con sus propios creadores, el movimiento no busca solamente identificar los problemas del sector, sino también encontrar soluciones. “En lugar de hacer que las personas se sientan culpables, les ayudamos a reconocer que tienen el poder de hacer algo para lograr un cambio positivo”, señalan en su web.

Uno de sus primeros objetivos fue que para el 2020 el público tuviese ya respuestas reales a una pregunta muy sencilla: ¿quién hizo mi ropa? Para que esto sea posible, es necesario que las marcas sean más claras y que los consumidores demanden moda ética y sostenible.

Muchos de los balances que hacen hasta el momento son positivos. En los Fashion Revolution Day – que se celebran cada año el 24 de abril para rememorar a los trabajadores del Plaza Rana – de 2014 y 2015, el hashtag #WhoMadeMyClothes fue tendencia número uno en Twitter a nivel mundial.

Durante la Revolution Week de 2020, se publicaron más de 184 000 mensajes con hashtags relacionados con Fashion Revolution, se enviaron unas 12 600 cartas a marcas pidiendo una mejora de los trabajadores de la industria y más de 235 000 personas participaron en eventos reivindicativos tanto físicos como digitales. Sin embargo, aún queda mucho por hacer.

Deslocalización, falta de trazabilidad y otros problemas reales

La industria de la moda que conocemos hoy empezó a tomar forma en la década de 1990. Por aquel entonces, la globalización y sucesivos cambios a nivel económico propiciaron que numerosas empresas empezasen un proceso de deslocalización de la producción. Varias firmas se han especializado en la parte más lucrativa y rentable del comercio de la moda y dejan el resto (la extracción de fibras, el procesado de los tejidos o la elaboración de las prendas, por ejemplo) a empresas subcontratadas.

Muchas veces, estas externalizan también parte de su trabajo, por lo que el sistema deja tras de sí un largo reguero de empresas, servicios y trabajadores. Un entramado que nosotros, como consumidores, desconocemos.

“El porqué de esta división del trabajo está en la rentabilidad”, explican desde Carro de Combate. Para ejemplificar esta realidad, las periodistas hacen uso de datos de la ONG Setem sobre los costes reales de una camiseta. “Partiendo de una hipotética prenda vendida en 29 euros, este estudio concluyó que la venta al por menor se lleva el mayor margen: 17 euros, es decir, un 59 %. Le siguen el beneficio de la marca (3,6 euros), los gastos de los materiales (3,40 euros), los gastos de transporte (2,19 euros) y los intermediarios (1,2 euros). Los beneficios de la fábrica proveedora en algún país del Sudeste Asiático suponen 1,15 euros (el 4 %) y para los salarios de los trabajadores apenas quedan 18 céntimos: un 0,6 % de los 29 euros que figuran en la camiseta que se vende en un escaparate en Madrid”.

Como quedó patente en la tragedia de Plaza Rana, recibir un salario irrisorio no es el único problema al que se enfrentan estos trabajadores. De acuerdo con la Alianza de la ONU para una Moda Sostenible, la industria textil y de la moda da trabajo a 86 millones de personas en el mundo. De ellos, el 75 % se encuentra en países asiáticos, en donde es habitual encontrarse legislaciones muy laxas y condiciones laborales que no ofrecen seguridad.

El reciente informe ‘El efecto domino en las cadenas de suministro: Repercusiones de la COVID-19 en los trabajadores y las fábricas textiles en Asia y el Pacífico’ muestra cómo la crisis ha afectado gravemente a estos trabajadores. Despidos, ceses, aumento de la carga de tareas, trabajo en negro o segregación laboral han estado a la orden del día, aumentando la desigualdad.

Espacio para el medioambiente

En este 2021, la Fashion Revolution Week se centra en el medioambiente. Con el hashtag #WhoMadeMyFabric, busca concienciar sobre el impacto que la industria tiene en nuestro entorno y exigir cambios reales.

Tal y como señala la ONU, la industria de la moda es la segunda más contaminante del mundo. Produce más emisiones de dióxido de carbono que todos los vuelos y envíos marítimos internacionales juntos y deja cifras alarmantes, como que confeccionar un solo par de vaqueros requiere 7500 litros de agua. El equivalente a lo que necesitamos para beber durante unos siete años.

De acuerdo con Fashion Revolution, se estima que la producción de prendas de vestir crecerá un 81 % para 2030. Este aumento conllevará una explotación cada vez mayor de tierras para producir materiales.

“Ha llegado el momento de exigir un nivel más profundo de transparencia, de pedir no solo #WhoMadeMyClothes sino también #WhoMadeMyFabric y saber quién cultiva el algodón”, señalan desde Fashion Revolution. “No podemos continuar extrayendo recursos menguantes de un mundo natural estresado, contaminando nuestra tierra y nuestros océanos, lejos de alcanzar los objetivos para frenar el cambio climático. No podemos seguir arrojando nuestros desechos sobre los hombros de países que hemos mermado culturalmente, mientras ignoramos la desigualdad y los abusos sobre los derechos humanos en cada parte de esta industria”.

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