Cuando falleció mi abuelo tras una larga enfermedad, la noticia me dejó un tanto indiferente. Entiéndanme. Por aquel entonces yo apenas veía ya a Don Pepito. Entre mis estudios, su salud y las pocas ganas que un adolescente tiene de hacer cosas que no le parezcan divertidas, vernos era más complicado que ver una estrella fugaz en una noche nublada. Por supuesto que su marcha dolió, pero saber que un familiar deja de sufrir no es una noticia del todo mala.
Yo nunca he sido, ni soy, una persona muy caprichosa en lo material. Acumular posesiones no es lo mío. Por eso, cuando en casa se empezaba a hablar de herencias y demás parafernalias post mortem, yo estaba más preocupado de saber si habría buena tele allí arriba para que el abuelo viese el fútbol.
Pasaron los años y la abuela decidió que se había quedado buen día para subir a hacerle compañía a Pepito. Fue ahí cuando el piso de ambos se vendió. Fue ahí cuando empezó el rastro familiar. Y un día, sin comerlo ni beberlo, apareció en mi habitación un largo y precioso abrigo gris. No tuve que preguntar de quién era ni qué hacía ahí, lo supe en cuanto me lo puse.
Yo, que nunca he sido, ni soy, una persona preocupada por acumular posesiones, creo que sin duda he encontrado mi favorita: el abrigo del abuelo.
Larga vida a esas prendas que nos acercan a los que están lejos, muy lejos.
Seguimos publicando las historias de amor con vuestras prendas favoritas que nos habéis enviado para el sorteo que organizamos por San Valentín. Hoy nos emocionamos con la historia de Víctor y el abrigo de su abuelo, Don Pepito. Muchas gracias Víctor Martínez Navarro por compartir tu historia.
Las fotos que las acompañan son de El Carito.